miércoles, 15 de diciembre de 2010

TROTAMUNDOS
Una civilización en 10.000 piezas
José Ulibarrena ha hecho de la casa Fantikorena de Arteta, Navarra, un museo etnográfico consagrado a un proyecto singular: conservar la memoria de los éuskaros o eguzkos
Una civilización en 10.000 piezas
MUSEO. No hay un centímetro libre en las tres plantas de la casa de Fantikorena. José Ulibarrena es su propietario. / FOTOS: ANDER IZAGIRRE
La casa Fantikorena reúne el inventario de una civilización. 10.000 piezas se reparten por los suelos, las paredes y las columnas, por estantes, vitrinas y escaleras, colgadas, tendidas, alzadas, expuestas, hasta ocupar el último centímetro libre de cada una de las tres plantas de 278 metros cuadrados. Son cordilleras de clavos, tenazas, arados, yunques y alambiques; de cazos, pucheros, fuelles y faroles; de estelas, arcones y toneles; de zapatos; de vestidos; de sábanas y mantas; de monedas, relojes y llaves; de armarios, camas, lavabos y bañeras; de juguetes, muñecas y gramolas; de joyas, instrumentos quirúrgicos y botellas, de estirahuesos, decapitadores y sambenitos.

Si ensambláramos todas las piezas, podríamos reconstruir al detalle la vida y la historia de nuestros antepasados: los eguzkos. Así los llama José Ulibarrena, propietario y alma del museo, escultor y etnólogo de 83 años: los éuskaros o eguzkos (quizá porque adoraban al sol, eguzki, quién sabe), o dicho de otra manera, «la etnia preindoeuropea euskariana». Ulibarrena no tiene nada contra las palabras vasco, vascón, vascongado, vascuence: «Pero no son nuestras, esos nombres nos los pusieron los latinos».

Sostiene que la cultura de los éuskaros se extendía por toda la Península Ibérica en tiempos neolíticos, antes de que la llegada de tribus avasalladoras y de imperios europeos la arrinconasen, y recalca que de esa época antiquísima conservamos el idioma, la estética, los oficios, la organización familiar y vecinal. Él recoge en su museo las pruebas de ese «estilo étnico-plástico euskariano». O dicho sin esdrújulas: las pruebas de que «somos como nuestra madre nos parió y no de ninguna otra forma, ¿cojonia!».

Nada de atrasados

José Ulibarrena (Peralta, 1924) se tiene por aldeano -no ciudadano- y por escultor. Estudió Artes y Oficios en Pamplona, completó su formación escultórica en París y desarrolló su obra durante siete años en Venezuela. A principios de los años 60 comenzó la gran tarea recopilatoria: empezó a recoger útiles y herramientas de la vida cotidiana, de los gremios antiguos, «objetos que pertenecen a la última fase de una civilización premaquinista que está a punto de desaparecer», según escribió sobre ellos el antropólogo José Miguel de Barandiarán. En 1964, Ulibarrena abrió un primer museo en Berrioplano y en 1986 lo trasladó al actual emplazamiento: la casa Fantikorena, un imponente caserón del siglo XVII que se levanta en Arteta (Valle de Ollo). También creó, con otros socios, la Fundación Mariscal Don Pedro de Nabarra, con un subtítulo estupendo: «Para el progreso del saber vecinal».

Además de las 10.000 piezas, este Museo Etnográfico incluye dos elementos fundamentales: el propio Ulibarrena, claro, y la casa Fantikorena. «Fíjate qué maravilla, semejante casa de tres plantas, construida con ocho columnas de roble atravesadas con vigas, sin paredes de contención», explica Ulibarrena. «Yo no digo nada contra el Coliseo de Roma, porque es muy impresionante y muy grande, pero vas enfrente del Coliseo, ves esas calles y esas casas y en Roma no encuentras una casa como Fantikorena. ¿Son todo chabisques! ¿Vivían como podían! Nosotros seremos de aldea, pero mira qué columnas y qué vigas sabíamos usar, mira qué arquitectura de grandes dimensiones sabíamos hacer en cada familia».

Esa es la idea que recalca Ulibarrena una y otra vez: esta casa museo demuestra que nuestros antepasados no eran atrasados o ignorantes, sino que ya disponían de técnicas y artes propias, con todo lo necesario para organizarse la vida sin tener que importar un solo elemento griego, latino, árabe, godo, renacentista ni barroco.

Y no se refiere sólo a los elementos materiales, sino también al modo de vida de los eguzkos: «Porque la casa no era sólo arquitectura, era también una forma de organización. ¿Alguien cree que las guarderías y los asilos son inventos modernos? Pues bajo este techo vivían desde los recién nacidos hasta los más viejos. ¿Y cómo se organizaban los vecinos? Con el 'auzolan': trabajo comunitario voluntario. Eso no es monarquía ni república ni federación ni nada, todos esos sistemas vinieron de fuera, aquí funcionábamos con el 'auzolan' y sin necesidad de dinero. ¿Y la democracia? ¿Tenían que enseñarnos a vivir en democracia? Aquí organizábamos los 'batzarres', los concejos: todos los vecinos se reunían con derecho a participar en igualdad. ¿Cómo se le llama a eso?».

Una vez dentro del museo, las demostraciones se repiten: «Dicen que los 'tráilers' los inventaron los ingleses, pues mira este carro para remolque. Tiene una plataforma que gira, con un bulón de hierro central, y es de Arribe, de hace casi cuatro siglos. ¿Y la puerta corredera? ¿También crees que es un invento moderno? Mira este armario de roble, de un caserío de Lizaso, de hojas sin bisagras. O los arados, que los romanos trajeron los suyos y estaban muy bien, pero nosotros ya teníamos los kutres prehistóricos, eficaces y de estilo autóctono. O los logotipos, que habrá quien crea que es un invento nuevo: mira todos estos hierros, con formas para marcar ganado, telas, quesos... cada uno con su significado».

Y así va mostrando Ulibarrena cómo los eguzkos habían formado una civilización completa y autosuficiente, en la que ya existían desde el cubismo («no hay más que ver los dibujos de estos tapices») hasta el psicoanálisis (con Juan de Huarte y su obra 'Examen de los ingenios', del siglo XVI), pasando por la olla exprés (una cazuela de madera con cierre de rosca).

Ulibarrena quiere que los visitantes (los llama «turistas intelectuales rurales») vayan percibiendo ese estilo común que impregna a las 10.000 piezas expuestas: el sello euskariano. «¿Pensad!», dicen muchos carteles. «Los saberes de nuestros padres están en estos objetos. En ellos percibimos la potencia mental y la sensibilidad de nuestros antepasados. Fijaos en la forma, el trazo, la proporción, el ritmo. Es el estilo oriundo étnico-plástico». Después de un rato paseando por las salas del museo, el ojo del visitante empieza a trabar asociaciones: una pieza de hierro curvada -de un asador- se revela con la misma forma de saurio que una cesta punta colocada a su lado. Así es como descubre Ulibarrena causas, motivos, impulsos comunes, una pauta profunda que ordena toda esta avalancha de objetos. «Aquí late una sensibilidad», dice. «El que hizo este asador no era sólo un herrero o un técnico; era también un artista sensible. Nuestro arte es el arte de la vida cotidiana y de los oficios».

Inventos 'modernícolas'

Por eso Ulibarrena reprochaba a escultores vascos de renombre que se hubieran alejado de la «maestría de los gremios». «¿Chillida? Una sosada. Sus obras se parecen a Nueva York, pero a Guipúzcoa desde luego no. Esas esculturas de hierros atravesados son inventos modernícolas. Artificios. Yo hablaba mucho con Oteiza. Solía venir al museo de Berrioplano, porque decía que le inspiraba mucho, y yo le respondía 'pues chico, no se te nota. Todo lo que haces parece de fuera. ¿Por qué renuncias a lo que nos han enseñado nuestros ancestros?' ¿A mí no se me olvida quién soy! ¿Soy como me parió mi madre, cojonia! ¿Tengo el oficio de mis antepasados, que ya lo dominaban todo, no necesito inventos modernícolas!».

Ulibarrena se pasaría horas y horas enseñando las evidencias que brotan en cada rincón de su universo despiezado. Para él todo cuadra: el antiquísimo patinete de madera, los morrales del pastor, el cilindro de piedra con inscripciones misteriosas, el reloj de sol multimilenario. Cuando explica la sabiduría que se refleja en estos objetos, se entusiasma, le brillan los ojos azules y a menudo le brota una risotada infantil, como de asombro, como la de quien descubre lo evidente a quienes no saben verlo. «Todo esto me deja triste y contento», explica. «Triste porque la gente no sabe qué grandes fueron nuestros padres; contento porque cada vez que veo uno de estos objetos me doy cuenta de que tengo razón, de que somos una etnia antiquísima y que habíamos aprendido a hacer bien las cosas. Era nuestra manera de encajar en el mundo».